Al mar entraba lento,
siempre más lento que el resto.
No le gustaba que las olas
salpicaran su piel
antes de adecuarse al frío.
Ella envidiaba esa capacidad
de suspenderse,
quedarse
quedarse
moviendo los pies
casi enterrándose en la arena
sobre la parte más húmeda de la orilla
sin dar un solo paso adelante
como si no hubiera
adentro ni afuera.
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