lunes, 27 de mayo de 2019

Caballos


Cuando tocaba que papá nos llevara
de paseo el fin de semana
íbamos a andar a caballo.
En el parque había un camino marcado
bajo la sombra de los eucaliptos.
Los caballos eran petisos
mansos, limpios,
no había barro en su pelaje
y sus ojos siempre miraban al suelo.
Papá no subía
nunca lo vi subirse a un caballo
ni siquiera a los que criaba el tío en el pueblo.
Sí lo vi amar a los perros
a Bobby, blanco de manchas negras
que murió de golpe
sufrí tanto que nunca más quise tener un animal, dijo.
El caballo del parque está preparado con una linda montura
que tiene una rienda de la que tira el señor que nos lleva.
Nada malo va a pasarnos.
No vamos a galopar, no hay piedras.
Los eucaliptos se abren
lo se porque se huele el aire.
Son altísimos como si llegaran a tocar el cielo.
Mi hermana y yo subíamos a los caballos
y tocábamos la posibilidad de lo salvaje.
Años después, en el campo de mi amiga Ire
subí al caballo negro
el más grande de la tropa
que tenía los ojos fijos del otro lado del cerco.
Mandinga me llevó loco por el campo
corrió sin rumbo
a una velocidad indescriptible.
Me abracé a su cuerpo,
me aferré.
Había sido yo la que ajustó los estribos, 
había sido yo la que dijo, arre.
Y la velocidad pudo habernos dejado perdidos en otra dimensión.
Y no hubo señor con rienda ni camino seguro de eucaliptos
no hubo caída
pero en el campo
pude verme los ojos cerrados
el miedo en las manos
y lo supe,
lo que había que hacer era abrazar
el cuerpo negro de Mandinga
hacerlo mío,
saber que si dejo de temerle
no me destruye.

PH. Abigail Varney

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